DISCURSO ÍNTEGRO
Queridos herman
os y hermanas en Cristo:
Saludo a todos con afecto en el Señor. Es bello estar hoy con ustedes y compartir este momento de comunión. La gran variedad de carismas y actividades apostólicas que ustedes representan enriquece maravillosamente la vida de la Iglesia en Corea y más allá.
En este marco de la celebración de las Vísperas, en la que hemos
cantado las alabanzas de la bondad y de la misericordia infinita de
Dios, agradezco a ustedes, y a todos sus hermanos y hermanas, sus
desvelos por construir el Reino de Dios en este querido país. Doy las
gracias al Padre Hwang Seok-mo y a Sor Escolástica Lee Kwang-ok,
Presidentes de las conferencias de Superiores Mayores masculinos y
femeninos de los Institutos religiosos y las Sociedades de Vida
Apostólica, por sus amables palabras de bienvenida.
Las palabras del Salmo -«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es la roca de mi corazóny
mi lote perpetuo» (Sal 73,26)- nos invitan a reflexionar sobre nuestra
vida. El salmista manifiesta gozosa confianza en Dios. Todos sabemos
que, aunque la alegría no se expresa de la misma manera en todos los
momentos de la vida, especialmente en los de gran dificultad, «siempre
permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal
de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6). La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta
alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación
de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la
vida en comunidad. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y
dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al
comienzo de nuestro camino.
Para ustedes, hombres y mujeres consagrados a Dios, esta alegría hunde sus raíces en el misterio de la misericordia del Padre revelado en el sacrificio de Cristo en la cruz.
Sea que el carisma de su Instituto esté orientado más a la contemplación o más bien a la vida activa, siempre están l
lamados a ser «expertos» en la misericordia divina, precisamente a través de la
vida comunitaria. Sé por experiencia que la vida en comunidad no siempre es fácil, pero es
un campo de entrenamiento providencial para el corazón.
Es poco realista no esperar conflictos: surgirán malentendidos y habrá
que afrontarlos. Pero, a pesar de estas dificultades, es en la vida
comunitaria donde estamos llamados a crecer en la misericordia, la
paciencia y la caridad perfecta.
La experiencia de la misericordia de Dios,
alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo que
ustedes son, a todo lo que hacen. Su castidad, pobreza y
obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en
que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Éste es
ciertamente el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y
generosa requiere unirse con la oración a Cristo, que, tomando forma de
siervo, aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae
caritatis, 14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y
esto significa que debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos»
cada vez más.
Una experiencia viva de la diligente misericordia
del Señor sostiene también el deseo de llegar a esa perfección de la
caridad que nace de la pureza de corazón. La castidad expresa la entrega
exclusiva al amor de Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos
sabemos lo exigente que es esto, y el compromiso personal que comporta.
Las tentaciones en este campo requieren humilde confianza en Dios,
vigilancia y perseverancia.
Mediante el consejo evangélico de la pobreza,
ustedes podrán reconocer la misericordia de Dios, no sólo como una
fuente de fortaleza, sino también como un tesoro. Incluso cuando estamos
cansados, podemos ofrecer nuestros corazones agobiados por el pecado y
la debilidad; en los momentos en que nos sentimos más indefensos,
podemos alcanzar a Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su
pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y
sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar,
no obstante los progresos que hagamos en la virtud. También debe
manifestarse concretamente en el estilo de vida, personal y comunitario.
Pienso, en particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda
distraerles y causar desconcierto y escándalo a los demás. En la vida
consagrada, la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro»
porque protege la vida consagrada, y una «madre» porque la ayuda a
crecer y la guía por el justo camino. La hipocresía de los hombres y
mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo,
viven como ricos, daña el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia.
Piensen también en lo peligrosa que es la tentación de adoptar una
mentalidad puramente funcional, mundana, que induce a poner nuestra
esperanza únicamente en los medios humanos y destruye el testimonio de
la pobreza, que Nuestro Señor Jesucristo vivió y nos enseñó.
Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad,
hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don
precioso para la Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes
mismos; compártanlo, llevando a Cristo a todos los rincones de este
querido país. Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos
por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes
tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas del
mañana. Tanto si se dedican a la contemplación o a la vida apostólica,
sean celosos en su amor a la Iglesia en Corea y en su deseo de
contribuir, mediante el propio carisma, a su misión de anunciar el
Evangelio y edificar al Pueblo de Dios en unidad, santidad y amor.
Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los
ancianos y enfermos de sus comunidades, a los cuidados amorosos de
María, Madre de la Iglesia, y les imparto de corazón mi bendición, como
prenda constante de gracia y de paz en su Hijo, Cristo Jesús.
hermanos y hermanas en Cristo:Saludo a todos con afecto en el Señor.
Es bello estar hoy con ustedes y compartir este momento de comunión. La
gran variedad de carismas y actividades apostólicas que ustedes
representan enriquece maravillosamente la vida de la Iglesia en Corea y
más allá. En este marco de la celebración de las Vísperas, en la que
hemos cantado las alabanzas de la bondad y de la misericordia infinita
de Dios, agradezco a ustedes, y a todos sus hermanos y hermanas, sus
desvelos por construir el Reino de Dios en este querido país. Doy las
gracias al Padre Hwang Seok-mo y a Sor Escolástica Lee Kwang-ok,
Presidentes de las conferencias de Superiores Mayores masculinos y
femeninos de los Institutos religiosos y las Sociedades de Vida
Apostólica, por sus amables palabras de bienvenida.
Las palabras del Salmo -«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es
la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)- nos invitan a
reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza
en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma
manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran
dificultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de
la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6).
La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su
vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino
de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro
testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y
esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la
meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y
de la vida en comunidad. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y
dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al
comienzo de nuestro camino.Para ustedes, hombres y mujeres consagrados a
Dios, esta alegría hunde sus raíces en el misterio de la misericordia
del Padre revelado en el sacrificio de Cristo en la cruz.
Sea que el carisma de su Instituto esté orientado más a la contemplación
o más bien a la vida activa, siempre están llamados a ser «expertos» en
la misericordia divina, precisamente a través de la vida comunitaria.
Sé por experiencia que la vida en comunidad no siempre es fácil, pero es
un campo de entrenamiento providencial para el corazón. Es poco
realista no esperar conflictos: surgirán malentendidos y habrá que
afrontarlos. Pero, a pesar de estas dificultades, es en la vida
comunitaria donde estamos llamados a crecer en la misericordia, la
paciencia y la caridad perfecta.La experiencia de la misericordia de
Dios, alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo
que ustedes son, a todo lo que hacen. Su castidad, pobreza y obediencia
serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que
permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Éste es ciertamente
el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa
requiere unirse con la oración a Cristo, que, tomando forma de siervo,
aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis,
14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto
significa que debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos» cada
vez más.
Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene
también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la
pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de
Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es
esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este
campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia y perseverancia.
Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán reconocer
la misericordia de Dios, no sólo como una fuente de fortaleza, sino
también como un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos ofrecer
nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en los
momentos en que nos sentimos más indefensos, podemos alcanzar a Cristo,
que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta
necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una
forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progresos
que hagamos en la virtud. También debe manifestarse concretamente en el
estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en particular, en la
necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles y causar
desconcierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada, la pobreza
es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege la vida
consagrada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía por el
justo camino. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que
profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el
alma de los fieles y perjudica a la Iglesia. Piensen también en lo
peligrosa que es la tentación de adoptar una mentalidad puramente
funcional, mundana, que induce a poner nuestra esperanza únicamente en
los medios humanos y destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro
Señor Jesucristo vivió y nos enseñó.
Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad, hagan todo lo que
puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la
Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes mismos; compártanlo,
llevando a Cristo a todos los rincones de este querido país. Dejen que
su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las
vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación
de los consagrados y consagradas del mañana. Tanto si se dedican a la
contemplación o a la vida apostólica, sean celosos en su amor a la
Iglesia en Corea y en su deseo de contribuir, mediante el propio
carisma, a su misión de anunciar el Evangelio y edificar al Pueblo de
Dios en unidad, santidad y amor.
Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los ancianos y
enfermos de sus comunidades, a los cuidados amorosos de María, Madre de
la Iglesia, y les imparto de corazón mi bendición, como prenda constante
de gracia y de paz en su Hijo, Cristo Jesús.